En las alturas de la Sierra de Albarracín, donde la tierra se convierte en poesía y las montañas en estrofas, emerge Guadalaviar, el pueblo que late al compás de la transhumancia. A más de 1.500 metros sobre el nivel del mar, este rincón encantado, habitado por los Gualaviaros, despierta con susurros ancestrales y paisajes que acarician el alma.

La trashumancia es más que una tradición. Sus calles empedradas y su Museo de la Trashumancia cuentan historias ancestrales de familias ganaderas, orgullosas guardianas de esta práctica que se exhibe con gracia en el día a día y en el hablar de sus gentes.

Dominando la arquitectura urbana, la Iglesia de Santiago guarda silenciosos secretos mientras las construcciones pastoriles como el torruco y la peguera danzan con la luz de las alturas. 

Entre las montañas que abrazan Guadalaviar, donde ciervos danzan con la luz de la luna y el eco de jabalíes resuena en los valles, se revela la poesía visual de un paisaje que se tiñe con la esencia del alma rural. En este reducto, las fuentes susurran relatos antiguos y el nudo hidrológico da origen a ríos que llevan consigo el susurro del pueblo.

Las fiestas patronales, en honor a Santiago Apóstol, despiertan el espíritu festivo del 24 al 29 de julio, con procesiones, misas y la alegría contagiosa de bailes bajo el cielo de Guadalaviar. Pero es en la fiesta de los Mayos, la noche del 30 de abril al 1 de mayo, donde el pueblo despierta con mayor autenticidad. Una celebración que se entreteje con la primavera y que, en Guadalaviar, revela la esencia genuina de lo auténtico. Un sorteo de mayas, rondas por las casas y el eco de antiguas tradiciones hacen de esta festividad un poema que se recita de generación en generación, resonando en las colinas de la Sierra de Albarracín.